La langosta (Palinurus elepha) habita en fondos rocosos a poca profundidad, escondida entre las rocas. Su alimentación es completa y muy variada: crustáceos, moluscos, algas... lo que de su sabor, un sabor muy característico.
Un crustáceo cuyo cuerpo se divide en dos partes: el cefalotórax o cabeza y el abdomen o cola. La cabeza es espinosa y en ella posee unas antenas muy largas. El rostro es pequeño, destacando en él dos ojos protuberantes protegidos por sendas proyecciones espinosas. Su cuerpo está protegido por un caparazón espinoso de color marrón-naranja. No obstante su color varía en función del tipo de langosta que se trate de las numerosas variedades que existen. La más apreciada es la langosta roja. Hay ejemplares que llegan a medir 40 ó 50 centímetros de longitud y pesar más de 5 kg., aunque lo habitual es que el peso de la roja sobrepase ligeramente el kilo.
La langosta es una fuente rica en vitaminas y proteínas, en especial la vitamina E (vitamina antioxidante), en cuanto a minerales su contenido se basa en el calcio, zinc, potasio y selenio. Componentes ideales para prevenir la osteoporosis y mejorar la salud cardiovascular.
La carne de la langosta es muy fina, consistente, blanca, sabrosa y delicada. Por ello, la forma más común de prepararla es cociéndola durante veinticinco minutos en agua de mar (en su defecto, agua con abundante sal). A continuación se abre a la mitad y está lista para servir.
Sin embargo, existen otras recetas más elaboradas que tienen como base a este valioso crustáceo, como el salpicón de langosta. Se cuecen cuatro huevos y se trocean. A continuación, se desmenuza la langosta, ya cocida, y se añade a la mezcla pimienta, cebolla, aceite y un poco de vinagre.